IMPERIO ROMANO

Por: Marcela Espinosa

Hace unos días, mientras tomaba una taza de café en uno de mis «lugares especiales», veía a lo lejos a un chico con su padre. Estaban en una especie de cita, aunque a este lugar solo había llegado el chico (su padre, sumergido en una llamada por más de 40 minutos). Él lo miraba atento y receptivo; en ningún momento se dispuso a agarrar su móvil que se encontraba evidentemente sobre la mesa y que sonaba de vez en cuando. Después de una larga espera, cuando el padre por fin cuelga la llamada, da un sorbo exagerado a su bebida, mordisquea dos o tres veces la torta de chocolate que su hijo le había pedido, busca una servilleta, se limpia las migajas que le han quedado en dedos y boca, y después procede a levantarse de manera inmediata de la mesa. El chico, sin decir ni una sola palabra, recoge todo en una bandeja, se gira buscando el sitio de estas, camina hasta allí y, sin más, una lágrima se le escapa. Baja la mirada, disimula el roce de su mano limpiando aquella pequeña gota la cual debe ser un océano de emociones, vuelve a la mesa, le pasa las muletas a su padre, toma su bolso, permite que él se apoye en su hombro y salen del sitio, no sin que antes el hombre le haya dicho con una voz carrasposa, tal vez vieja por los años, «Gracias, hijo».

En una expresión sincera, el hombre derrocó todo un imperio romano. Desconozco el motivo de su comportamiento y tampoco quiero ahondar en ello. Solo diré que los padres tienen un poder casi irreal sobre nosotros; pueden construir grandes imperios o, por el contrario, solo derrotarlos. La lejanía de este hombre en la mesa me parecía tan exorbitante que se sentía como si solo fuésemos él y yo en el espacio. Todo se desvaneció. Quería preguntarle cómo perdió 40 minutos en una conversación acerca de lo caro que está todo, justo cuando al frente tenía algo de mayor valor.

Admiro a ese chico que no se comportó igual que su padre, sino que decidió estar atento a las necesidades que este pudiera presentar. Y es allí donde encuentro respuesta a una pregunta básica que nos hacían de niños en la iglesia: ¿Por qué Jesús, siendo hijo de Dios y en la misma esencia Dios, necesitó de un padre terrenal?

Allí encontré la respuesta: todos necesitamos quien nos haga sabernos existentes. Y los principales protagonistas de ese papel son nuestros padres. Qué daño enorme nos hace la tecnología; nos conecta con los que están lejos y nos aleja de los que están cerca.

Ante esta situación, solo pude sentir el corazón apachurrado por el chico, anonadado por el padre, incomprensivo pero curioso por saber qué estarían viviendo. Tantas razones o circunstancias pudieran ser causa de que este muchacho estuviera solo admirando a su padre, sin renegar o mostrar inconformismo por lo poco que fue tomado en cuenta por su padre.

Concluí que todos somos hilos entretejidos en una gran manta que es la vida.

Sobre la autora:

Deja un comentario

Busca columnas por autor

Deja un comentario

Esta web funciona gracias a WordPress.com.